viernes, 23 de julio de 2010

Hace rato que se me fue el tren

Cuando era chica, a eso de los tres o cuatro años, me acostaba y me quedaba despierta para escuchar el ruido del tren que pasaba a las doce de la noche.

Mientras esperaba entre los ronquidos de mis abuelos, espiaba las luces de la calle que se filtraban por la persiana de metal y teñían parte de la habitación de naranja.


Una hora. Dos. Tres. O quizá sólo quince minutos. De chico todo parece más.


Entonces pasaba el tren, una bocina grave que sonaba a lo lejos en medio del silencio pesado de la calle. Y ahí, al mismo tiempo en que me invadía la satisfacción de haber cumplido mi objetivo, me daba miedo. Porque, claro, el tren había pasado y ya era medianoche.